Rondando con la luna

Artículo publicado en septiembre de 2014 en la revista «Caza y Pesca»

Dentro de la caza mayor en nuestro país, existe una genuina modalidad -hoy casi en desuso- que nos lleva rápidamente a recordar al maestro Covarsí, por lo apasionadamente que él la practicó y por las descripciones que de ella hizo en sus escritos. Me refiero a la “Ronda Extremeña” a la que el mencionado Montero de Alpotreque elevó a la categoría de mito en los relatos de sus libros que hoy leemos con avidez y nostalgia.

         El objetivo de esta cacería era el jabalí y la cuadrilla la componían unos pocos cazadores -normalmente a caballo aunque se puede hacer a pie- acompañados de una o varias recovas de perros perfectamente adiestrados para este tipo de caza. El equipo del rondador, además de su montura, lo componían los zahones, anchas espuelas, látigo para los perros y afilado cuchillo de remate. Completaban la partida algunos criados a caballo que llevaban los perros heridos y las alforjas con el resto de la impedimenta.

Las recovas, normalmente de unos veintitantos canes, estaban compuestas por dos tipos de perros: los “buscas”, generalmente podencos y, en menor proporción, los de “agarre”, normalmente alanos y mastines que solían llevar collares de defensa. Estos últimos eran de una fiereza extrema rayana en la locura, ya que una vez que mordían al guarro, no soltaban su presa incluso en el caso de quedar muertos en el empeño.

Las rondas se practicaban en veraniegas noches de luna y las zonas elegidas para cazar eran preferiblemente dehesas con terrenos afables para poder cabalgar con los caballos. Primero se esperaba a la hora en la que se calculaba que los cochinos estuvieran comiendo en las rañas, separados una distancia prudencial del monte. Entonces la partida de cazadores a caballo recorría la linde –siempre con el aire en la cara- hasta que, llegados al lugar donde se suponía que estarían los jabalíes, soltaban los “buscas” que salían corriendo hasta dar con la partida de cochinos. Los jinetes, emocionados sobre sus monturas y manteniendo atraillados a los perros de “agarre”, escuchaban atentamente. En cuanto se oían los primeros ladridos de los podencos, señalando que habían establecido contacto con los guarros, liberaban a los alanos que acudían rápidamente al auxilio de sus compañeros. Cuando se percataban de que se había producido el agarre y que los perros sujetaban firmemente al jabalí, el jefe de la partida daba la señal convenida con la voz de “¡Ya está!” ylos cazadores salían a “uña de caballo”hacia el lugar de la refriega, para que el primero de ellos que llegara al escenario del combate, descabalgara y, limpia y valientemente, diera muerte al cochino con la acerada hoja de su ancho cuchillo de monte.

Los inconvenientes que podían surgir durante esos momentos cruciales de la cacería, eran que el cochino no aguantara la “parada” o que los perros lo “desorejaran”, saliendo huyendo el cerdoso en ambos casos, para no volverse a parar sabiendo lo que le esperaba detrás.

Un detalle a tener muy en cuenta, era el avisar a las fincas, pueblos y cortijos por las que iba a discurrir la ronda, para que guardaran todo tipo de animales domésticos ya que los perros, en el ardor de la cacería podían matar cualquier animal incluidas caballerías y ganado vacuno.

En este tipo de caza se producían situaciones de verdadero peligro, ya que había que sumar a los derrotes del cochino apresado, las carreras de noche con los caballos, existiendo la posibilidad de la caída en un barranco, la rotura de alguna pata de las monturas o la de verse descabalgado por la acción de una gruesa rama de encina colocada a la justa altura de la cabeza del jinete.

Como anécdota de esta modalidad de caza mayor, recordamos la que cuenta Covarsí en el capítulo “El Cuchillo Misterioso” de su libro “Trozos Venatorios y Prácticas Cinegéticas”, en la que un rondador llamado Agustín, dotado de mucho valor y de una fuerza descomunal, se apeó el primero del caballo y asestó una profunda cuchillada a un gran jabalí aculado en lo más profundo de un barranco. Cuando acabó la refriega, echó en falta la funda de su cuchillo sin que por más que la buscara como un loco -mientras gastaba entera una caja de cerillas- pudiera dar con ella. Los compañeros le ayudaron en la búsqueda, llegando a quemar varias ramas sin conseguir recuperar la vaina del arma. Ya en el cortijo, el asombrado cazador siguió dándole vueltas al asunto sin comprender donde podría haber olvidado la dichosa funda que, al final, fue a aparecer en la propia herida producida en el cuerpo del cochino. La explicación es que los cuchillos de entonces los hacían los propios herreros de los pueblos, fabricando las fundas normalmente de hoja de lata sin virola en la punta. Dadas las peliagudas circunstancias y el peligro del lance, se confirmó que el arrojado rondador tiró el “viaje” de su cuchillo sin pararse siquiera a desenfundarlo, llegando con el arma y su vaina hasta el corazón del viejo solitario.